« Pero no hay islas solamente en el espacio. También el tiempo tiene sus archipiélagos ».
« ¿Qué quiere usted decir ? ».
Cogió un lapis y trazó sobre el papel unos cuantos garabatos concéntricos.
« Esto podia ser un altorrelieve o un mapa meteorológico », proseguió. « No vaya usted a pensar que tengo algo contra los geógrafos. Todo lo contrario : a veces sueño con límites arbóreos o de glaciares. Con líneas isopluviométricas y líneas cotidales de primavera. ¿Sabe usted lo que es eso ? De ese modo surgen montañas y valles abstractos que permiten ver cuánta nieve cae en una determinada zona, cuál es el porcentaje de católicos ». (Y aquí sonrió el monseñor.)
« Muchas veces me he preguntado cómo seria una cronotopografía del tiempo. Pues ¿qué es lo que nos dice la cronología del calendario ? Hay mucha disimultaneidad en el mundo en que vivimos. ¿Por qué han de ser siempre isotermas e isobaras ? Sería mucho más interesante encontrar líneas en las que pudiera leers qué zones del tiempo atravesamos al viajar … Líneas que muestren las fallas y dislocaciones de la historia … Podían llamarse isócronas. Vamos a suponer que usted y yo vivimos, efectivamente, en el año 1986 – ¡osada suposición ! – y que vamos a visitar una pequeña ciudad de Mecklemburgo. Pues bien, tendríamos la sensación de que allí viven en 1958. Una colonia en el Amazonas podría datarse en 1935, y un monasterio en Nepal, en la época napoleónica. En un mapa de esta clase – que es a donde yo quería venir a parar –, grandes porciones de Portugal aparecerían como islas de tiempo. Siempre he tenido la sensación de que en esas zonas todo sigue ‘como antes’. Una sensación sobremanera ambivalente. ¿No le ocurre a usted ? Un hálito de ancien régime, mezcla de atracción y horror. Aquellos tiempos en los que los hombres todavía eran sencillos, pequeños, callados. La dignidad iba de la mano de la miseria ; la devoción iba unida a la opresión. Esas mujeres de un metro y medio, con sus cestas de huevos, todas de negro … Esos triciclos que suben ruidosos las callejuelas empinadas … Esos bandoneones, como de película de Fellini … En Portugal todavía le puede ocurrir que un proveedor o un solicitante le envíe una carta con la antefirma siguiente : ‘com a maior consideração de Va Exca atto. ven.dor e obgdo.’, es decir, ‘con la mayor consideración de vuestra excelencia, atento y obligado servidor …’. Gastados trajes de domingo, gorras de las de antes, reliquias de las viejas clases : hacendados, tranviarios o jornaleros … Fijese en los relojes, en los numerosísimos relojes de las torres, de los mercados, de las esquinas de las calles. Son de una época en la que el reloj era un objeto poco común y, por tanto, algo precioso. Tan sólo los boticarios, los administradores, los consejeros privados podían permitirse llevar reloj. Comprobará usted que todos estos relojes van mal o, mejor dijo, que están parados. Nadie les da cuerda. Recuerdo aún al escribiente de un juzgado, en la oficina sin luz, que sujetaba con los dientes las cintas con las que ataba los legajos para tener libres sus dedos llenos de manchas de tinta, y al violinista ciego que tocaba en el barco de Cacilhas. Con su bastón blanco tantea el camino ; lleva colgada la funda de una vieja máquina fotográfica, en la que suenan las monedas minetras afina el violín. Por la noche suele encontrársele de nuevo en la parte alta de la ciudad, delante de los locales nocturnos sin instrumento. Va hablando solo, borracho, murmurando algo sobre Salazar, y las muchachas que hay a la entrada de las discotecas se echan hacia atrás ante sus ojos gastados ».
« Una vez vi en Nueva York una tienda que se llamaba Second Childhood. En el escaparate había juguetes de hojalata abollados de aquellos de los años treinta. Pero lo que en realidad ofrecía aquel establecimiento a sus clientes no era ningún juguete, sino un trip, un viaje al pasado a un precio exorbitante. Pues bien, en Portugal esos viajes se obtienen gratuitamente. Es cierto que también en Lisboa irrumpe el mundo exterior, e incluso a veces de manera harto súbita y brutal. Pero es difícil unificar esta isla con el resto, plancharla, sanearla. En todas partes se encuentran enclaves que van sufriendo su silencioso y lento proceso de decomposición. En las mercerías y cacharrerías hay cajas que se llenaron de género hace 15 años, y hasta los cubos de basura los escarba de cuando en cuando un joven parado o un viejo desgreñado en busca de algún resto todavía aprovechable. También los pensamientos, por lo demás, se han quedado rezagados ».
« Lo digo sin el menor atisbo de condescendencia. Hay una cierta inocencia en este rezagamiento. Quizá la propia Iglesia sea en Portugal una mera reliquia. Aquellos para los que todo avanzaba con demasiada lentitud hace tiempo que se marcharon. Los ambiciosos, los impacientes, los codiciosos abandonaron el país en una oleada tras otra. Y este éxodo se ha prolongado durante 500 años. Uno de cada tres portugueses vive en el extranjero. A los otros, a los que se quedaron atrás, debe la isla su encanto y su miseria … Usted perdone, esto ha sido toda una plática”.
El monseñor echo un vistazo a su reloj de pulsera. Marcaba la hora exacta. La audiencia había terminado.
« ¿Qué quiere usted decir ? ».
Cogió un lapis y trazó sobre el papel unos cuantos garabatos concéntricos.
« Esto podia ser un altorrelieve o un mapa meteorológico », proseguió. « No vaya usted a pensar que tengo algo contra los geógrafos. Todo lo contrario : a veces sueño con límites arbóreos o de glaciares. Con líneas isopluviométricas y líneas cotidales de primavera. ¿Sabe usted lo que es eso ? De ese modo surgen montañas y valles abstractos que permiten ver cuánta nieve cae en una determinada zona, cuál es el porcentaje de católicos ». (Y aquí sonrió el monseñor.)
« Muchas veces me he preguntado cómo seria una cronotopografía del tiempo. Pues ¿qué es lo que nos dice la cronología del calendario ? Hay mucha disimultaneidad en el mundo en que vivimos. ¿Por qué han de ser siempre isotermas e isobaras ? Sería mucho más interesante encontrar líneas en las que pudiera leers qué zones del tiempo atravesamos al viajar … Líneas que muestren las fallas y dislocaciones de la historia … Podían llamarse isócronas. Vamos a suponer que usted y yo vivimos, efectivamente, en el año 1986 – ¡osada suposición ! – y que vamos a visitar una pequeña ciudad de Mecklemburgo. Pues bien, tendríamos la sensación de que allí viven en 1958. Una colonia en el Amazonas podría datarse en 1935, y un monasterio en Nepal, en la época napoleónica. En un mapa de esta clase – que es a donde yo quería venir a parar –, grandes porciones de Portugal aparecerían como islas de tiempo. Siempre he tenido la sensación de que en esas zonas todo sigue ‘como antes’. Una sensación sobremanera ambivalente. ¿No le ocurre a usted ? Un hálito de ancien régime, mezcla de atracción y horror. Aquellos tiempos en los que los hombres todavía eran sencillos, pequeños, callados. La dignidad iba de la mano de la miseria ; la devoción iba unida a la opresión. Esas mujeres de un metro y medio, con sus cestas de huevos, todas de negro … Esos triciclos que suben ruidosos las callejuelas empinadas … Esos bandoneones, como de película de Fellini … En Portugal todavía le puede ocurrir que un proveedor o un solicitante le envíe una carta con la antefirma siguiente : ‘com a maior consideração de Va Exca atto. ven.dor e obgdo.’, es decir, ‘con la mayor consideración de vuestra excelencia, atento y obligado servidor …’. Gastados trajes de domingo, gorras de las de antes, reliquias de las viejas clases : hacendados, tranviarios o jornaleros … Fijese en los relojes, en los numerosísimos relojes de las torres, de los mercados, de las esquinas de las calles. Son de una época en la que el reloj era un objeto poco común y, por tanto, algo precioso. Tan sólo los boticarios, los administradores, los consejeros privados podían permitirse llevar reloj. Comprobará usted que todos estos relojes van mal o, mejor dijo, que están parados. Nadie les da cuerda. Recuerdo aún al escribiente de un juzgado, en la oficina sin luz, que sujetaba con los dientes las cintas con las que ataba los legajos para tener libres sus dedos llenos de manchas de tinta, y al violinista ciego que tocaba en el barco de Cacilhas. Con su bastón blanco tantea el camino ; lleva colgada la funda de una vieja máquina fotográfica, en la que suenan las monedas minetras afina el violín. Por la noche suele encontrársele de nuevo en la parte alta de la ciudad, delante de los locales nocturnos sin instrumento. Va hablando solo, borracho, murmurando algo sobre Salazar, y las muchachas que hay a la entrada de las discotecas se echan hacia atrás ante sus ojos gastados ».
« Una vez vi en Nueva York una tienda que se llamaba Second Childhood. En el escaparate había juguetes de hojalata abollados de aquellos de los años treinta. Pero lo que en realidad ofrecía aquel establecimiento a sus clientes no era ningún juguete, sino un trip, un viaje al pasado a un precio exorbitante. Pues bien, en Portugal esos viajes se obtienen gratuitamente. Es cierto que también en Lisboa irrumpe el mundo exterior, e incluso a veces de manera harto súbita y brutal. Pero es difícil unificar esta isla con el resto, plancharla, sanearla. En todas partes se encuentran enclaves que van sufriendo su silencioso y lento proceso de decomposición. En las mercerías y cacharrerías hay cajas que se llenaron de género hace 15 años, y hasta los cubos de basura los escarba de cuando en cuando un joven parado o un viejo desgreñado en busca de algún resto todavía aprovechable. También los pensamientos, por lo demás, se han quedado rezagados ».
« Lo digo sin el menor atisbo de condescendencia. Hay una cierta inocencia en este rezagamiento. Quizá la propia Iglesia sea en Portugal una mera reliquia. Aquellos para los que todo avanzaba con demasiada lentitud hace tiempo que se marcharon. Los ambiciosos, los impacientes, los codiciosos abandonaron el país en una oleada tras otra. Y este éxodo se ha prolongado durante 500 años. Uno de cada tres portugueses vive en el extranjero. A los otros, a los que se quedaron atrás, debe la isla su encanto y su miseria … Usted perdone, esto ha sido toda una plática”.
El monseñor echo un vistazo a su reloj de pulsera. Marcaba la hora exacta. La audiencia había terminado.
[Hans Magnus Enzensberger, Robinsonada, El País 1987]
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